martes, 9 de junio de 2015

EL CEREBRO REPTIL / Por: Riolama Fernández



Desde que llegó a vivir a su casa el entendimiento fue tácito. Se miraron largamente a los ojos la una a la otra y a pesar de la incapacidad para gesticular y hacer movimientos que pudieran significar un lenguaje de aceptación, afecto o simple saludo, hubo una emanación energética a través de la cual obtuvo la certeza de que en efecto ella quería vivir allí.

La miraba interrogante, preocupada de que no fuera a gustarle ese ambiente ajeno a su condición, pero la respuesta fue una permanencia estática, solamente dejó caer sus parpados una sola vez para fijar sus ojos en ella con una seguridad y entereza jamás imaginada.

La convivencia fue serena, apacible, sin demandas ni más responsabilidad que ser partícipe de la vida en comunión respirando el mismo aire y compartiendo el espacio y el alimento, como todo ser primario, como todo ser evolucionado.

La convivencia transcurrió como en un templo, donde cada día a cada hora ocurre la misma cosa. La vida como un ritual, en armonía con lo que nos rodea, con lo que se tiene, con lo que se da, con lo que toca. A una hora en una habitación, otra hora en otra y así daba la vuelta a la casa desde el amanecer hasta el anochecer como las agujas dan la vuelta al reloj durante un día.

Esa certeza maravillosa de saberla en la puerta del cuarto a las seis de la mañana y a las siete en la del baño, su manera de acompañar y acompañarse a sabiendas que pasaría el resto del día fuera. A la una de la tarde robándose los rayos de luz que entran por la ventana de la sala, a las seis de la tarde en la cocina y a las nueve de la noche tomar la biblioteca de refugio hasta el otro día, para repetir su rutina con impresionante precisión, su ritual de ser vivo armónico y feliz.

Ese andar pausado, sin prisa, disfrutando cada paso, como la razón de vivir. La calma emanada de una respiración inaudible, la vida silenciosa apoderada del recinto, el ir paso a paso acomodando los objetos, limpiando cada uno, ubicarlos en un lugar con estética decorativa, cada uno un símbolo o un recuerdo de algo o de alguien. El abrir las gavetas y doblar la ropa con cuidado, en silencio, hacerlo impecablemente bien aunque mientras, la mente se sumerja en recuerdos lejanos y asuntos distantes. Una presencia ausente de sonido pero firmemente presente. El doblar la ropa, arreglar las gavetas, limpiar la casa en forma automática casi sin conciencia, con la religiosidad perfecta del cerebro reptil.

Ese reconocimiento tácito entre una y otra, saberse con el mismo origen, y porqué no, la misma esencia, la recapitulación ontológica de la teoría de la evolución, la anatomía comparada o teología pura.

Una y otra, cada una en su religioso recorrido por las habitaciones de la casa, desde la mañana hasta el anochecer, paso a paso y en silencioso hacer y vivir, en comunión perfecta una y otra, compartiendo el mismo espacio, el mismo alimento y la misma razón de ser. El amor no tuvo más opciones, sino surgir como obra del espíritu emanado del gesto ritual.

Con el amor y cortezas adicionales de cerebro, surge la conciencia de la responsabilidad por la compañera frágil, incapaz de defenderse y correr, saberla sólo capaz de refugiarse y esconderse, sin capacidad de agredir o huir.

La conciencia que da un cerebro más grande del deber de defender lo que se ama, más allá de toda norma, la capacidad de innovación, aunque tan sólo sean simples sustituciones de rituales por otros, evidente predominio del cerebro reptil.

El olor de la carne de reptil es suave y profundo, capaz de estimular las más recónditas regiones olfativas, promoviendo la salivación. El rito diario del cerebro más grande es ausentarse del templo durante el día, para innovar rituales o hacer tradiciones. Todo templo siempre es susceptible a la profanación.

A las seis de la tarde la compañera en la cocina, parte de la rutina diaria, como siempre, allí la encontró, esta vez sancochada en una olla, el templo profanado por alguien con el olfato estimulado.

Esa actitud religiosa, de ir y venir por la casa en un riguroso recorrido como las agujas que dan vueltas a través del reloj, esa incapacidad de gesticular del reptil, sólo movimientos rutinarios y repetitivos. Allí estaba el profanador, en el comedor, con sonriente salivación. Con un solo movimiento, rápido, certero y con impresionante precisión cortó su garganta. Los reptiles son así, llevan una vida de monjes, sólo reaccionan para defenderse, pero precisos en el ataque.


Como parte del ritual diario, lavó el cuchillo, limpio la casa y ordenó todo pacientemente, primero una habitación luego otra, con su respiración lenta casi inaudible, sin gestos, con parsimonia. La vida como un ritual, en armonía con lo que le rodea, con lo que se tiene con lo que se da, con lo que toca. A una hora en una habitación, otra hora en otra, dando la vuelta a la casa desde el amanecer hasta el anochecer.

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