martes, 30 de junio de 2015

Duelo, Desvelos y Devociones

En estos días me encontré con el antiguo dirigente político, Oscar Rodríguez y me sorprendió con dos libros de su hija Albor Rodríguez; “Duelo”, “Desvelos y Devociones”. A Albor Rodríguez la conocí (1991) recién graduada de periodista y le ofrecí se encargara de la coordinación y producción de la revista de la Asociación Venezolana de Escritores, Seccional Bolívar. “La Palabra” que ella previa consulta con la directiva que yo presidia como secretario general, le cambió el nombre por el de “Urinoko”, primitiva denominación del río padre de todos los ríos venezolanos.
Después de varios números de la revista con formato muy distinto diseñado por Iván Castillo, Albor hizo carrera en Caracas como periodista de la página de Arte de El Nacional donde estuvo 16 años interrumpidos por cortos períodos en otros diarios de Venezuela (El Tiempo de Puerto La Cruz); de España (El País): de Bolivia (El Mundo).
También experimentó la escritura más allá del periodismo hasta publicar “De eso no se habla”, “La huella del Sida en Venezuela” (premiado) y otros libros, entre ellos, “Desvelos y Devociones” y “Duelo”. El primero corresponde a una serie que se ha propuesto la empresa Cigarrera Bigott para tomar el pulso de la crónica en Venezuela, producto del Seminario de Periodismo Narrativo y de Investigación, que organiza la empresa desde el año 2006.
Este seminario busca rescatar historias y darle a sus narradores, los periodistas, herramientas académicas, prácticas, y la oportunidad de escribirlas en una edición que año a año recoge diversas realidades del país.
La del 2013 reúne estos 18 títulos de una actividad dirigida por la misma Albor Rodríguez y Alfredo Meza, acompañados en charlas y conversatorios por importantes figuras de la comunicación y narración nacional como Boris Muñoz, Leonardo Padrón, Manuel Abrizo y Emilia Díaz: Ahiana Figueroa: Auge y caída de un banquero en la era chavista. Alicia Hernández: El viacrucis de Massiel Pacheco. Ana Rodríguez: El agua que nadie puede beber. Andrea Montilla Kauefati: Los sapos se esconden en Chile. Daniel Murolo: El día que ardió la Panamericana. Erick Lezama: La fama esquiva del valiente Strippoli. Johanna Rodríguez: Las voces que mataron a Lucho. Julio Materano: El hospital donde nadie muere. Lissette Cardona: La banda bajo la escalera. Luisa Mendoza Pérez: El estudiante que no volvió a su casa. Luzmila Mejía Smith: De la euforia a la desesperanza. Maisdulin Younis: Violaciones silenciadas. María Gabriela Fernández B. La arepa de oro. Ilaría José Martínez: A Xavier le quitaron la fuerza. Mariela Vásquez: Chacao en medio de las bombas. Italia Matamoros: La casa del horror. Sauel Morales: El rostro de una invasión. Lilliam Croes: Las grietas que desvelan a Cubiro. Ialdyn Vargas: La quinceañera que no llegó para bailar el vals.
El otro libro “Duelo” es un testimonio desgarrador de Juan Sebastián, su único hijo, un año cuatro meses y tres días de nacido, muerto ahogado en la piscina de su propia casa, un lluvioso jueves por la tarde, 23 de agosto de 2012, guiado en solitario por su riesgosa e implacable inquietud de niño explorador.
Y, ahora, la madre, en un injusto intento de mea culpa, trata de drenar su corazón herido sobre la palabra o, en todo caso, reconstruir su hijo muerto con la arcilla de su propia artesanía como procurando un imposible milagro de resurrección.
La desesperación es tanta que al no poder sostenerse en el letargo de su cuerpo desmayado, casi sin sentido, ni en la fragilidad de su pluma, acude permanente e instintivamente al camposanto donde la humedad de la tierra y la grama encendida de capachos abrigan el cuerpo de su niño insigne. El cementerio se abre entonces como refugio de su alma perseguida por el fantasma inquieto y azaroso de su sangre.



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Duelo trata de la muerte de un niño de catorce meses. Pero la narradora logra que veamos la historia de un niño vivo. Creo decirlo con propiedad, yo, testigo de la conmoción que causó  ese accidente infausto. La novela es contada desde una impresionante racionalidad narrativa; cuida los detalles arduos de la narración sin omitir casi ninguno, considerando que ésta comienza con la desgarradura de una mujer que pierde a su único hijo, que se siente “escindida”, desenraizada, quizás enloquecida. No obstante, eso lo logra un narrador que piensa en su lector y en el desconsuelo que le causaría un “hecho atroz”.  
En Duelo también nos adentramos en historias entrecruzadas como la de la finca La muchachera, en la del gentilicio bolivarense que se nos presenta como añoranza permanente de la  narradora, en el “milagro” de la vida visto por alguien que pierde a su único hijo desde su propia y múltiples experiencias similares. Duelo escudriña ese hilo imperceptible entre el éxito y la desgracia, entre la vida y la muerte. Es, pues, el testimonio de una mujer y una familia desgarrada. Pero las palabras cuentan la historia de un niño que vive en cada pasaje de esta hermosa novela de Albor Rodríguez.

Rusalca Fernández

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